Renuncia. Otra palabra que va perdiendo su significado a lo largo del tiempo.
Siempre que escuchaba esa palabra, mi mente, automáticamente, la relacionaba con algo noble. O sea, alguien que poseía un inmenso derecho, abre su mano a favor de otra persona. Mas o menos como una madre que renuncia a su tiempo y sus noches a favor de un hijo, o un abuelo que renuncia a su jubilación para que su nieto pueda estudiar en un colegio mejor. Invariablemente la renuncia (en mi cabeza, claro está) significa dejar, abandonar o desistir de algo bueno y no substituirlo por nada, más allá de la satisfacción de estar haciendo algo correcto.
Pues bien, los años van pasando, el amor se va enfriando y la renuncia comienza a tener otro sentido. Hoy se renuncia a una cosa que puede no ser tan buena a favor de otra que se considera mejor. O sea, abandono y desisto de aquello que ya no tiene valor para mí y voy en búsqueda de algo mejor.
El mundo dice “no te conformes con lo que tienes, siempre puedes tener algo mejor… o a alguien mejor”, como si las personas fueran cosas. “No estás mal, pero te mereces algo mejor”… y así por delante. De esta manera la palabra “renuncia” pasó de ser una palabra que implicaba sacrificio, a otra sin importancia y con una maldita carga de autocompasión y autosatisfacción. O sea, centrada en el yo.
La verdadera renuncia fue ejemplificada por alguien que abandonó toda su gloria para que los ciegos (como yo) pudiesen encontrar una salida. Tenía lo mejor y renunció a ello por el favor de otros. Cambió su manto por su piel desnuda, su corona por una de espinas, la alabanza por escupos en la cara y su trono a cambio de una cruz.
Realmente ya no se renuncia como se hacía antes.
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